Saturday 11 October 2008

Nicolás y la calle

para un cercano airepolar

Era la calle de Jococitos, en Puerto Vallarta. La noche estaba ya bien entrada. A los costados, fachadas de casas mudas con olor a sueño; sobre la tierra, el piso de piedras bombachas iluminado por las farolas de luz amarilla que, solitarias, meditaban su calma.
En el ambiente flotaban los sonidos: el rumor de las olas, el cante de los grillos (que de un instante a otro se convertían en ranas), los secretos de los novios, el susurro eléctrico de las farolas y el silbido característico del aire en Jococitos, producido por los sentimientos que de día se paseaban en corrientes eólicas.

A todas las voces nocturnas de la calle se le sumó una: los pasos de Nicolás que, con la luz difusa de su imaginación, pasaba escrutando el paisaje. Era casi un fantasma familiar, parecía que él mismo estaba sucediendo en otra parte, un poco ausente . Su paso firme y flotante, sus fuerzas crecientes dentro de su escuálido cuerpo, su mirada profunda, sus cabellos saltando de su cabeza. Caminaba pensando en el lugar más apartado, en un paraje sobre las montañas de fresas dentro del valle del canasto, viendo en abstracciones, con la mirada puesta en las entrañas de las cosas, con el oído montado en un grillo, y ese grillo flotando entre las olas. Nicolás sentía el latir de sus pensamientos en su cabeza, organizando todo como en una sinfonía: ojos, hélices, gatos, figuras alargadas, hilos de luz, poleas, mujeres, caminos de estrellas, ruedas, giros, retornos, realidad, imaginaria, posible, improbable... todo mezclándose para dar paso a la tranquilidad de su incertidumbre.

Nicolás dejó la calle. Las olas, antes murmullo, empezaban a escucharse con claridad y la luz, antes amarilla zumbadora, se tornaba azul estrella. El caminante detuvo su paso, de golpe comprendió la belleza de aquel camino dejado atrás, dio media vuelta, observó fijamente y brindó a la calle palabras de belleza impronunciable.

Su voz subió en espirales, muy alto, tanto que hizo temblar las pocas nubes que había. De tierna emoción la noche se desmenuzó en la más fina llovizna, empapando l e n t a m e n t e todas las cosas.

Nicolás alzó la cara, quiso tragar con su mirada las lágrimas ajenas. Los ojos se le llenaron hasta el borde, sintió como el agua de cielo se le convertía en un cristal infinitamente transparente. Desde ese momento percibió el regalo de la noche, que le obsequiaría la maravilla de poder fotografiar con su mirada las imágenes inenarrables de su imaginación.


1 comment:

Anonymous said...

hermoso

ap